lunes, 25 de octubre de 2010


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LA LAICIDAD POSITIVA.

En enero de 2005, Juan Pablo II sin aludir al gobierno, advirtió “en el ámbito social” de España la difusión de “una mentalidad inspirada en el laicismo” y alertó de que esta ideología “lleva gradualmente a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública”. Pero antes de seguir adelante habría de hacerse una distinción entre el laicismo y la legítima laicidad, entendida ésta como la “distinción entre la comunidad política y las religiones”. A continuación intentaré señalar las caracterizan una “sana” laicidad en un Estado democrático.

Hoy, el arcaico renacer de la noción “laicidad”, presentado como mecanismo de defensa frente a las religiones, está siendo sustituido por una “laicidad positiva”. Así, por ejemplo, en una serie de sentencias de los Tribunales Constitucionales italiano, español y Federal norteamericano. El Tribunal Constitucional español ha recalcado que la aconfesionalidad (laicidad) del Estado no implica que las creencias y sentimientos religiosos no puedan ser objeto de protección, sino que el respeto de esas convicciones se encuentra en la base de la convivencia democrática.

No obstante, el laicismo negativo, se empeña en relegar los sentimientos religiosos al plano privado. “Cuando la laicidad de los Estados es expresión de auténtica libertad favorece el diálogo y, por tanto, la cooperación transparente y regular entre la sociedad civil y la religiosa, al servicio del bien común, y contribuye en la edificación de la comunidad internacional sobre la participación y no sobre la exclusión o el desprecio”.

El laicismo no constituye ya la garantía de las múltiples convicciones, sino del establecimiento de una ideologíaque impone lo que se debe pensar y decir[1]. Es decir, lo que antes podría aparecer como garantía de una libertad común, “se está transformando en una ideología que empieza a hacerse dogmatismo”, poniendo en peligro la libertad religiosa.

Una reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos establece: “Europa está amenazada por una ola de intolerancia” de doble signo: por una lado, el fundamentalismo, que es una perversión de la religión y, por otra, la ideocracia laicista, que es una perversión de la verdadera laicidad. Quizá el rasgo más preocupante de esta ideocracia estatal es el intento de sustituir las convicciones sociales por una ideología oficial. La belleza de la laicidad, es la garantía de un espacio de neutralidad en el que germina el principio de libertad de conciencia y religiosa. Si deja de ser “neutral” y trata de imponer una “filosofía” por un camino legislativo, ya no es lo que dice ser.

Las arremetidas de lo políticamente correcto comienzan a debilitar el tejido social y, entre las personas religiosas, comienza a insinuarse lo que se conoce como el “anti-mercantilismo moral”, esto es, una especie de temor por parte de las Iglesias y sus adeptos a entrar en el juego de la libre concurrencia de las ideas y los valores morales, que suele decidirse más allá de los refugios de la decencia moral. Miedo que esconde una desesperanza con respecto a la fuerza atractiva de los valores, de lo que cada uno tiene por bueno. Al convertirse en una premisa del Estado o, mejor, del aparato ideológico que lo soporta, la idea de que sólo es presentable en la sociedad una religiosidad light, dispuesta a transigir en sus creencias, las personas que mantienen convicciones religiosas profundamente arraigadas inmediatamente son marcadas con la sospecha de la intolerancia, es decir, con el estigma de un latente peligro social. Sospecha que les lleva con demasiada frecuencia a esa posición, que Tocqueville llamaba la “enfermedad del absentismo”, por la que el hombre se repliega sobre sí mismo encerrándose en su torre de marfil, ajeno e indiferente a las ambiciones, incertidumbres y perplejidades de sus contemporáneos, mientras la gran sociedad sigue su curso.

Ante este hecho, es una error de cálculo del laicismo pensar que la religión está hoy “out” y el agnosticismo “in”. Fue el mismo error en que los analistas cayeron respecto a los países del Este, antes de la caída del muro. La verdad es que en el siglo XX los movimientos religiosos ayudaron a poner fin al gobierno colonial y contribuyeron a la llegada de la democracia en muchos países del Tercer Mundo. La religión movilizó millones de personas que se opusieron a regímenes autoritarios y apoyaron las pacíficas transiciones democráticas.

La Iglesia católica ha aportado a Europa el básico patrimonio común de los derechos fundamentales que hoy la estructuran. Los derechos del hombre no comienzan con la Revolución Francesa, sino que hunden sus raíces en aquella mezcla de hebraísmo y cristianismo que configuran el rostro económico y social de Europa. La modernidad europea misma, que ha dado al mundo el ideal democrático y los derechos humanos, tomó los propios valores de su herencia cristiana. El gran cambio en el reconocimiento del hombre como persona “tuvo inicio en Occidente con la concepción cristiana de la vida, según la cual todos los hombres son hermanos en cuanto hijos de Dios”.

La conclusión es clara: no cabe eliminar el cristianismo de la historia de Europa, como no se pueden eliminar las cruces de los cementerios.

Tiene razón la Carta de Derechos Fundamentales cuando hace depender de ese “patrimonio espiritual y moral” los valores indivisibles y universales de dignidad humana, de libertad, de igualdad, y solidaridad. Efectivamente, cuando se contempla el complejo entramado de relaciones entre cristianismo y las instituciones jurídicas occidentales se detecta que “nuestras opciones políticas fundamentales, nuestras esperanzas y nuestras reacciones más profundas dejan entrever reflejos secularizados y democratizados de infraestructuras religiosas que veinte siglos de cristianismo han inscrito en el patrimonio sociocultural de Europa.

Anecdóticamente, realizaré un desahogo poco técnico, pero sintomático. John Le Carré, en su novela, “El espía no vuelve”, establece una conversación entre un agente del MSI británico y del KGB soviético que puede traerse aquí a colación. El agente soviético pregunta al británico cuál es la ideología que representa el Cambridge Circus (sede del MSI). Este contesta que, evidentemente, ellos no son marxistas. El soviético inmediatamente repregunta: “Entonces ¿son cristianos?” e insiste, si no son marxistas, la sociedad occidental tiene que se ser cristiana.

SALGADO DÍAZ, Martín.


[1] Benedicto XVI


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